María Elena Walsh
Esta es la historia de una princesa, su papá, una mariposa y
el Príncipe Kinoto Fukasuka.
Sukimuki era una princesa japonesa. Vivía en la ciudad de
Siu Kiu, hace como dos mil años, tres meses y media hora.
En esa época, las princesas todo lo que tenían que hacer era
quedarse quietitas. Nada de ayudarle a la mamá a secar los platos. Nada de
hacer mandados. Nada de bailar con abanico. Nada de tomar naranjada con pajita.
Ni siquiera ir a la escuela. Ni siquiera sonarse la nariz. Ni siquiera pelar
una ciruela. Ni siquiera cazar una lombriz. Nada, nada, nada. Todo lo hacían
los sirvientes del palacio: vestirla, peinarla, estornudar por... –atchís–, por
ella, abanicarla, pelarle las ciruelas. ¡Cómo se aburría la pobre Sukimuki!
Una tarde estaba, como siempre, sentada en el jardín papando
moscas, cuando apareció una enorme Mariposa de todos colores. Y la Mariposa
revoloteaba, y la pobre Sukimuki la miraba de reojo porque no le estaba
permitido mover la cabeza.
–¡Qué linda mariposapa! –murmuró al fin Sukimuki, en
correcto japonés.
Y la Mariposa contestó, también en correctísimo japonés:
–¡Qué linda Princesa! ¡Cómo me gustaría jugar a la mancha
con usted, Princesa!
–Nopo puepedopo –le contestó la Princesa en japonés.
–¡Cómo me gustaría a jugar a escondidas, entonces!
–Nopo puepedopo –volvió a responder la Princesa haciendo
pucheros.
–¡Cómo me gustaría bailar con usted, Princesa! –insistió la
Mariposa.
–Eso tampococo puepedopo –contestó la pobre Princesa.
Y la Mariposa, ya un poco impaciente, le preguntó:
–¿Por qué usted no puede hacer nada?
–Porque mi papá, el Emperador, dice que si una Princesa no
se queda quieta, quieta, quieta como una galleta, en el imperio habrá una
pataleta.
–¿Y eso por qué? –preguntó la Mariposa.
–Porque sípi –contestó la Princesa–, porque las Princesas
del Japonpón debemos estar quietitas sin hacer nada. Si no, no seríamos
Princesas. Seríamos mucamas, colegialas, bailarinas o dentistas, ¿entiendes?
–Entiendo –dijo la Mariposa–, pero escápese un ratito y
juguemos. He venido volando de muy lejos nada más que para jugar con usted. En
mi isla, todo el mundo me hablaba de su belleza.
A la Princesa le gustó la idea y decidió, por una vez,
desobedecer a su papá.
Salió a correr y bailar por el jardín con la Mariposa.
En eso se asomó el Emperador al balcón y al no ver a su hija
armó un escándalo de mil demonios.
–¡Dónde está la Princesa! –chilló.
Y llegaron todos sus sirvientes, sus soldados, sus
vigilantes, sus cocineros, sus lustrabotas y sus tías para ver qué le pasaba.
–¡Vayan todos a buscar a la Princesa! –rugió el Emperador
con voz de trueno y ojos de relámpago.
Y allá salieron todos corriendo y el Emperador se quedó solo
en el salón.
–¡Dónde estará la Princesa! –repitió.
Y oyó una voz que respondía a sus espaldas:
–La Princesa está de jarana donde se le da la gana.
El Emperador se dio vuelta furioso y no vio a nadie. Miró un
poquito mejor, y no vio a nadie. Se puso tres pares de anteojos y, entonces sí,
vio a alguien. Vio a una mariposota sentada en su propio trono.
–¿Quién eres? –rugió el Emperador con voz de trueno y ojos
de relámpago.
Y agarró un matamoscas, dispuesto a aplastar a la insolente
Mariposa.
Pero no pudo.
¿Por qué?
Porque la Mariposa tuvo la ocurrencia de transformarse
inmediatamente en un Príncipe. Un Príncipe buen mozo, simpático, inteligente,
gordito, estudioso, valiente y con bigotito.
El Emperador casi se desmaya de rabia y de susto.
–¿Qué quieres? –le preguntó al Príncipe con voz de trueno y
ojos de relámpago.
–Casarme con la Princesa –dijo el Príncipe valientemente.
–¿Pero de dónde diablos has salido con esas pretensiones?
–Me metí en tu jardín en forma de mariposa –dijo el
Príncipe– y la Princesa jugó y bailó conmigo. Fue feliz por primera vez en su
vida y ahora nos queremos casar.
–¡No lo permitiré! –rugió el Emperador con voz de trueno y
ojos de relámpago.
–Si no lo permites, te declaro la guerra –dijo el Príncipe
sacando la espada.
–¡Servidores, vigilantes, tías! –llamó el Emperador.
Y todos entraron corriendo, pero al ver al Príncipe
empuñando la espada se pegaron un susto terrible.
A todo esto, la Princesa Sukimuki espiaba por la ventana.
–¡Echen a este Príncipe insolente de mi palacio! –ordenó el
Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.
Pero el Príncipe no se iba a dejar echar así nomás.
Peleó valientemente contra todos. Y los vigilantes se
escaparon por una ventana. Y las tías se escondieron aterradas debajo de la
alfombra. Y los cocineros se treparon a la lámpara.
Cuando el Príncipe los hubo vencido a todos, preguntó al
Emperador:
–¿Me deja casar con su hija, sí o no?
–Está bien –dijo el Emperador con voz de laucha y ojos de
lauchita–. Cásate, siempre que la Princesa no se oponga.
El Príncipe fue hasta la ventana y le preguntó a la
Princesa:
–¿Quieres casarte conmigo, Princesa Sukimuki?
–Sípi –contestó la Princesa entusiasmada.
Y así fue como la Princesa dejó de estar quietita y se casó
con el Príncipe Kinoto Fukasuka. Los dos llegaron al templo en monopatín y
luego dieron una fiesta en el jardín. Una fiesta que duró diez días y un enorme
chupetín. Así acaba, como ves, este cuento japonés.
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