Ruth Kaufman
Los sábados eran días especiales en casa de Sofía. La mamá cocinaba galletitas de
coco, de chocolate y de miel. Un olor riquísimo inundaba la casa y Sofía se moría de
ganas de comerse el aire.
Pero cuando sacaban las galletitas del horno, apenas si probaban una o dos y
enseguida las guardaban en una lata azul y roja para el día siguiente.
La mamá planchaba la ropa que se pondrían al otro día, y si le quedaba tiempo iba a
la peluquería.
Sofía, en cambio, se pasaba la tarde entera
dibujando. A la nochecita acomodaba todos los
dibujos sobre el piso de la cocina y elegía uno, sólo
uno, para el día siguiente.
El domingo se levantaban temprano, tan temprano
que en invierno todavía era de noche. Sofía se vestía
en un santiamén; su mamá, en cambio, estaba horas
arreglándose el vestido, peinándose, ensayando
sonrisas con los labios pintados.
Primero tomaban un ómnibus, después un tren, luego otro ómnibus y al final
caminaban. Por la calle se cruzaban con otras mujeres con niños que iban, como ellas,
de visita a la cárcel.
Ese domingo las revisó, como siempre, una mujer policía. Les hizo sacarse la ropa,
dio vuelta la cartera de la mamá, abrió la lata, metió los dedos entre las galletitas.
También agarró el dibujo de Sofía.
Se quedó unos segundos mirándolo, luego sacó un bolígrafo y tachó, uno por uno,
todos los pajaritos que volaban en el papel.
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