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sábado, 20 de octubre de 2012

Los Reyes no se equivocan



Graciela Cabal 
Julieta terminó de lustrar los zapatos de ir a la escuela. Cierto que ella hubiera
preferido poner las zapatillas rosas con estrellitas, las que le había regalado su
madrina para el cumpleaños número seis. Pero la mamá dijo que esas zapatillas eran
una pura hilacha y que qué iban a pensar los Reyes Magos.
–Ya que estamos, Julieta –aprovechó la mamá–, dámelas que te las tiro de una vez
por todas a la basura. Porque a la mamá de Julieta no le gustaban las cosas gastadas
o con agujeros. Tampoco le gustaban las cosas sucias o desprolijas. Y siempre tenía
la casa limpia, reluciente y olorosa a pino. Debía de ser por eso que la mamá de
Julieta no podía ni oír hablar de perros.
–Perros en esta casa, jamás –decía–. Los perros ensucian, rompen todo y traen
pestes. Así que en la casa de Julieta no había perros, había tortuga. Y no es que
Julieta no le tuviera cariño a la Pancha. Pero la Pancha era medio aburrida, y se la
pasaba durmiendo en su caja. Lo que Julieta quería –y lo quería con toda el alma– era
un  perro.  Un  perro  que  le  lamiera  la  mano  y la esperara cuando ella volvía de la
escuela. Un perro que le saltara encima para robarle las galletitas. Por eso Julieta le
había pedido un perro a los Reyes. Y los Reyes se lo iban a traer, porque siempre le
habían traído lo que ella les pedía.
¿Y su mamá? ¿Qué diría su mamá del perro?, se
preguntó Julieta y el corazón le hizo tiquitiqui toc
toc.
Pero enseguida pensó que su mamá no iba a tener
más remedio que aguantarse, porque uno no puede
andar despreciando los regalos de los Reyes.
–¡Julieta! –dijo la mamá– Sacá la basura a la calle y
vení a comer... A Julieta no le gustaba nada sacar la basura, pero hoy tenía que portarse muy bien
porque era un día especial. Así que agarró la bolsa de la basura –con sus zapatillas
adentro, claro– y, sin protestar, atravesó el pasillo y la dejó en la vereda, al lado del
arbolito.
Mientras hacía esfuerzos por dormirse, Julieta pensó que ella, a veces, no la
entendía a su mamá. ¿No era, acaso, que los Reyes Magos, tan poderosos y tan ricos,
se habían atravesado el mundo entero para ir a llevarle regalos a un pobrecito bebé
que ni cuna tenía? ¿Y esos Reyes se iban a asustar de sus zapatillas gastadas? Pero
bueno, mejor pensar en el perro, que a ella le encantaría blanco y medio petiso. Y
Julieta se quedó dormida.
A la mañana siguiente, Julieta se despertó tempranísimo. Allí, junto a sus zapatos
brillantes, estaba el perro.
–¿Viste, nena? –dijo la mamá–.
¡Un perro, como vos querías! Mirá: si le tirás de acá, mueve la cola y las
orejas...¿Estás contenta?
No. Julieta no estaba contenta. El perrito que le habían traído los Reyes era más
aburrido que la Pancha. Porque la Pancha, por lo menos, estaba viva, aunque a veces
mucho no se le notara. Este perrito no le lamería la
mano a Julieta, ni le robaría las galletitas, ni nada
de nada.... ¿Es que los Reyes se habían equivocado?
Pero cuando, al rato nomás, Julieta salió a comprar
la leche, pensó que no, que los Reyes Magos nunca se
equivocan: al lado del árbol, con una de sus
zapatillas entre los dientes y la otra entre las
patas, había un perrito blanco y medio petiso. El
perrito la miró a Julieta y, sin soltar las zapatillas,
le movió la cola. Entonces Julieta lo agarró en
brazos y corrió a su casa gritando:
–¡¡Mamaaaá!! ¡¡Mamaaaá!! ¡¡ Los reyes me pusieron uno de verdad en las zapa!!
La mamá salió al pasillo y lo único que dijo fue:–¡Ay, mi Dios querido! Pero se ve que no se animó a despreciar un regalo hecho por los mismísimos Reyes,
porque después de un rato de mirarla a la hija y al perrito, agregó por lo bajo: –
Entren nomás, que este perrito necesita un baño de padre y señor mío...

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